EL NIÑO EXPERIMENTA


también mediante movimientos. Descubre que al golpear un objeto también puede producir sonidos. Sabe que un cuerpo que cae, una puerta que se cierra de golpe, producen sonidos; todos le interesan y muchos de ellos lo sobresaltan. Trata de reproducirlos para vencer el miedo y el sonajero le sirve para repetir estas experiencias. Es algo fuera de su cuerpo, que simboliza a su madre y que él maneja con su mano. Lo chupa, lo explora, lo muerde y va reproduciendo experiencias que lo tranquilizan.
Lo golpea contra los barrotes de su cuna, lo tira contra el suelo. Cuando arroja los juguetes al suelo espera que se los devuelvan. No actúa para controlar al adulto, este juego es necesario, el niño experimenta así que puede perder y recuperar lo que ama.
Entre los cuatro y seis meses
el niño entra en posesión de diversos modos de elaborar la angustia de pérdida. A través de sus juegos intuye, experimenta y elabora que las personas pueden aparecer como desaparecer. Expresa esto en su mundo lúdico. Reclama con urgencia incontrolable la presencia de sus verdaderos objetos: los padres. Llora y se llena de rabia si no lo consigue, si no se lo comprende, no es necesariamente alimento lo que reclama: su madre es algo más que lo que calma el hambre, es una voz, un contacto, una sonrisa, la necesita simplemente para saber que no ha desaparecido; el temor a su pérdida es la angustia más intensa a esa edad; toda su vida emocional está marcada por ella. Ha empezado el doloroso proceso de abandonar la relación única con su madre y aceptar en forma definitiva la presencia del padre. Sus tendencia destructivas se incrementan cuando aparece el diente, instrumento que puede usarse para morder. Con la aparición de los dientes, el desprendimiento hasta entonces fruto de la fantasía, se convierte en realidad.

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